jueves, febrero 14, 2008

Lost in L.A.



Cuando uno viaja hasta tan lejos, aunque la razón para hacerlo sea tan absurda y enfermiza que ni me dignaré a relatarla, no puede evitar cambiar por completo durante el tiempo que está fuera. Es algo así como si dejáramos una parte de nosotros en casa, esa parte que se encarga de ponernos a la defensiva contra el mundoy de ocultar o negar los sentimientos que podrían hacernos sentir débiles.
Claro, una tarde estás tú solo caminando por en medio de las calles de Burbank bajo el diluvio universal y cuando el agua penetra lo suficiente a través de tu piel como para provocarte cortocircuitos neuronales, de repente te das cuenta de que te sientes increíblemente blandito por dentro. Y dada la situación, caminando entre taxis amarillos, negros que se mueven a ritmo de rap, no puedes evitar darte cuenta de que estás en medio de una película, y por supuesto crees que en breve aparecerán esas personas a las que de repente echas de menos cuando creías no sentir sino poco más que indiferencia por ellas.
El cielo se vuelve completamente negro. El sonido de los aviones sobrevolando el aeropuerto no tarda en confundirse con el de los truenos. El agua ya no sólo te moja, sino que chorrea a lo largo de tu cuerpo. Y allí estás tú, cámara en mano, caminando con los brazos cruzados con la mirada puesta en el suelo y con una tímida sonrisa que sólo tú mismo adviertes, esperando respuestas, esperando emociones realizables, esperando vivir, esperando uno de esos milagros en los que no crees, pero por si acaso los deseas con todas tus fuerzas. Es curioso que, por muy racionales y científicos que pretendamos ser con lo que se nos presenta, tenemos siempre ese impulso de creer en lo que supuestamente sabemos que es imposible.
Maldito romanticismo yanki de los días de lluvia.

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